viernes, 26 de junio de 2009

Vicky Cristina Soyapango

Woody Allen se levantó de su cama una noche que no podía dormir para escribir en su libreta las palabras "Vicky Cristina Barcelona". Meses después de eso, ya llevaba varias páginas escritas de lo que se convertiría en otra película de Woody Allen, en una película muy peculiar de Woody Allen.


Cuando terminó el guión, llamó a toda la gente necesaria para su realización y entre esas personas estaban Javier Bardem, Scarlett Johansson y Penélope Cruz.


El 15 de agosto de 2008, Vicky Cristina Barcelona se estrenó en Estados Unidos. Qué raro que Woody no haya actuado esta vez en un proyecto suyo: este hecho ya vuelve muy peculiar la película. El 22 de febrero de 2009, Penélope Cruz ganó el Oscar a mejor actriz de reparto por el papel de María Elena y dio un discurso conmovedor y tan poderoso que alcanzó a tocarme del otro lado de la pantalla del televisor, a miles de kilómetros, en Soyapango. “Yo crecí en un lugar llamado Alcobendas, donde esto no era un sueño muy realista”, dijo y me proyecté a futuro cambiando Alcobendas por Soyapango y el Oscar, por otra cosa, otra.


La semana pasada, en San Salvador, se estrenó al fin esta película en las salas de cine. Yo la vi un día antes de que se proyectara en los cines nacionales gracias a la barata piratería de la que gozamos los salvadoreños y otra vez, como en febrero, una energía más tangible que Dios traspasó la pantalla del televisor y me fijó en un sillón de mi casa por 96 minutos, me dio acceso voyeurista a un verano muy peculiar en las vidas de los personajes, me mostró un nuevo encuentro de dos mundos. En cada palabra del guión que Woody Allen escribió sentí la fuerza, la inspiración, el llamado necesarios para seguir con vida. ¿Que cómo fue posible eso? Véala.



martes, 23 de junio de 2009

Arquitectura marítima de la universidad

Los edificios viejos de la UCA me recuerdan a un barco bien grande donde nunca he estado. Sí, hay mucha grama y caminitos adoquinados por todos lados, pero la impresión constante que me da es la del mar abierto, sobre un barco gigante.


Los edificios A y B son las chimeneas por donde no sale humo a menos que sea época de parciales y estén difíciles. Si uno se queda viendo sólo la parte más alta de esos edificios tubulares, si uno ignora todo lo que hay desde el segundo nivel hacia abajo y aprecia cómo las cirrus uncinus se mueven atrás de los tubos, da la impresión de ir navegando con la cabeza alzada y fija en las chimeneas para no marearse pues, así, se siente como que si sólo son las nubes las que se mueven y no los edificios.


La ilusión es más creíble si uno hace lo anterior desde las terrazas que conectan las aulas B y A; hay que ponerse a la orilla y agarrarse de una baranda para imaginar que es de un barco esa baranda y que nos salva de caer en el Atlántico y no, en el cemento.


¿Qué más? Las aulas magnas.


Esas son, cada una, un barco: con la misma forma básica y pequeñas diferencias. Son barcos siempre anclados en un mar verde como pasto, en un mar desnivelado porque tiene gradas pero no, olas.


Lo curioso es que los tripulantes cambian de barco caminando sobre el mar como Cristo. Salen casi dormidos porque el movimiento quieto de la imperceptible marea los arrulla… ¿o son las palabras de los profesores? Salen, caminan sin mojarse hacia otro barco a dormirse otra vez, a esperar el tiempo pasar, alargarse, terminarse ineludiblemente para siempre.


Los otros edificios no dejan de evocarme el mar, la playa. Predominan las paredes grises de cemento (no de pintura) y las columnas pintadas de azul (no de cemento).


Fantaseo que demuelo las paredes, las desbarato y las hago arena (no polvo), las esparzo en algún lugar con suficiente espacio —como la cancha de fútbol— y la pintura azul se vuelve líquida otra vez y me pinta un mar muy cerca de la playa que he creado. El Sol que ahí cae es el Sol del mar. Los jugadores son veraneantes.


Dejo de fantasear. Camino entre el campus y veo otros edificios que no evocan el mar. A mi lado pasan maniquís de tienda de ropa, las palabras de Monseñor Romero en las panzas de algunos, camisas tipo polo con el logo de la UCA y el viento. A mí lado pasan esas cosas. En medio de ellas paso yo.


Los nuevos edificios son diferentes, son más terrestres, funcionales pero bonitos, también. Ahí la gente se vuelve menos divina y camina sobre la tierra, hablan de fórmulas matemáticas, aplican la filosofía a la computación, tienen antenas en las terrazas, dicen palabras como “despejar”, “pivotear” y “Foussier”. Ahí entra más luz natural. Los baños son más bonitos.


jueves, 11 de junio de 2009

Los buenos escritores están muertos


Supongamos que se realiza en el país una encuesta de una sola pregunta: ¿Qué escritores salvadoreños de buena calidad conoce? Las respuestas no serían muy difíciles de adivinar. Obtendríamos una lista bastante predecible y los nombres sobresalientes serían los de Claudia Lars, Salarrué, Hugo Lindo, Alfredo Espino, Alberto Masferrer, Roque Dalton, David Escobar Galindo y no muchos más. Si observamos con atención esta pequeña lista y conocemos un poco de las biografías de estos escritores, nos daremos cuenta de que sólo uno de ellos está vivo. Aparentemente, los buenos escritores nacionales están muertos.


Claro, la obra literaria de los antes mencionados es, sin duda, de gran valor para la literatura y la identidad nacional, ya que no sólo supo reflejar de manera ingeniosa la realidad de su tiempo, sino que también creó ella misma una identidad que nos caracteriza como salvadoreños hasta esta fecha.


Pero, ¿qué hay de los escritores jóvenes, creadores activos de literatura en la actualidad? ¿Cuáles son sus nombres? ¿Qué escriben? Seguramente, un señor que trabaja en la construcción de edificios de apartamentos en San Salvador no sabría responder a esta interrogante. Incluso si se le preguntara directamente quiénes son Claudia Hernández y Jorge Galán, muy probablemente respondería que no sabe o que son presentadores de algún noticiero.


Dejando a un lado el prejuicio de que los obreros son ignorantes, si preguntáramos en una universidad a alumnos de carreras no afines a Letras, elegidos al azar, sobre quiénes son los publicados en la colección Nueva Palabra de la DPI o quiénes son algunos de los ganadores del certamen Letras Nuevas de La Prensa Gráfica —por mencionar algunos intentos de difusión—, el porcentaje de respuestas acertadas sería muy bajo, incluso algunos no sabrían a qué nos estamos refiriendo.


¿Qué pasa? ¿Es que la calidad ha bajado tanto conforme se han ido relevando las generaciones y el público en general —ese que es la razón de publicar un libro— no encuentra nada atractivo entre las pocas nuevas opciones? ¿Será que los escritores mayores, conocidos sólo dentro del mundillo literario, desaprueban todo intento de los jóvenes de separarse de lo que se ha venido haciendo? Recordemos que son esos escritores los jurados de los certámenes en los que los jovencitos podrían participar. ¿Puede ser que los tantos talleres literarios que existen son realmente inútiles y que en vez de contribuir al “mejoramiento” de la calidad, han contribuido al deterioro de ésta?


Las respuestas son difíciles de encontrar en estos momentos en los que se está siendo parte de la historia. Pero las dudas surgen. No se puede evitar reflexionar ante el panorama que se tiene enfrente. La conclusión inmediata que se puede sacar de esto es que hay que hacer las cosas de manera diferente a la que se ha venido practicando. No sería mala idea rechazar los talleres literarios, diseñar un camino de formación que se adapte a las necesidades y características individuales de cada escritor incipiente. Federico García Lorca no iba a La Casa del Escritor. Arthur Rimbaud no era parte de la Escuela de Jóvenes Talentos de la Universidad Matías Delgado.


Las respuestas se encuentran dentro de cada escritor; no en talleres, en libros de métrica española o en mentores. Sólo siendo sincero consigo mismo, el escritor logrará trascender las fronteras de su mundito literario que lo limitan y su obra podrá tener valor. No está de más cuestionarse sobre eso. Es, incluso, necesario. La competencia es fuerte. Los escritores jóvenes deberían buscar superar a los muertos, no parecerse a ellos. ¿Quién quiere parecer un muerto?


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Otra vesión de lo mismo. Esta tarea de Redacción I nació de este post que escribí en mi blog personal hace algunos meses.